Ya desde pequeño, cuando mis padres me llevaban a la playa con la familia, sentía algo especial por el mar: no me gustaba salir de él. Era una sensación única, no pisaba la toalla hasta que el coche no estaba arrancado para volver a casa. O hasta que escuchaba algún grito de «Xavi, sal ya del agua, nos vamos a casa».
Siempre he sentido algo especial por el mar, sobre todo cuando mi padre y mi tío me empezaron a enseñar a nadar. Creo que era una sensación única, meterse unos metros hacia dentro del mar.
Años después empiezas a ir con amigos a la playa y te vas dando cuenta que el verano es algo especial: juegas al volley, con palas o simplemente haces castillos en el agua hasta que rompen, como rompen las olas en la orilla. A mi me encanta revolcarme con ellas, hasta que un día veo a alguien con una tabla de surf, y es cuando salgo del agua para observarle y ver cómo se desliza por la olas. Me parecía algo súper divertido, que me apetecía probar. Entonces decidí comprarme una tabla de surf y convencer a algún amigo para que me acompañara.
No fue fácil el primer día que nos metimos. No eran una grandes olas, pero si suficientes para darnos algún revolcón intentando subirnos a la tabla. De hecho pocas veces conseguimos estar varios segundos encima de ella, pero las primeras sensaciones fueron increíbles. Nos dimos cuenta que era un deporte duro, pero queríamos seguir intentándolo el próximo día. Nos encantaba, a pesar de que muchos días no fuimos capaces de coger olas.
La sensación de estar en contacto con el mar fui increíble, de mirarse y decir «me quiero subir en una ola»
Por otra parte, es muy gratificante la gente que estamos llegando a conocer. Bonitas amistades las que estamos haciendo y bonitos viajes con gente que le gusta este deporte.
Nuestro nivel a subido un poquito y ahora aún disfrutamos mucho más de los beneficios del surf. Es un deporte que engancha y ahora no queremos parar.
